Jaim Jefer
El desfile de los caídos
Ellos vienen de las montañas, de la planicie y del desierto.
Vienen con sus nombres, rostros, ojos - y se presentan al desfile.
Llegan con un andar masculino, fuertes y bronceados,
saliendo de los aviones destrozados y de los tanques quemados.
Se yerguen desde detrás de las rocas, más allá de las dunas y de los canales de comunicación,
heroicos como leones, audaces como tigres y ligeros como águilas,
y pasan, uno por uno, entre dos filas de ángeles
que les dan de comer dulces y les cuelgan flores de los cuellos.
Yo los observo y veo que están todos felices.
Éstos son mis hermanos, son mis hermanos.
Y ellos se encuentran entre sí con sus ojos azules, negros y pardos
y mencionan unos a otros nombres, herramientas y lugares,
y se sirven tazas de café y té unos a otros
hasta que, de pronto, estallan juntos en gritos de “¡Hurra, hey!”
y se encuentran con una gran multitud de camaradas y amigos.
Los comandantes dan palmadas en los hombros a los soldados rasos, y los soldados rasos estrechan las manos de los comandantes.
Y juntos entonan canciones a toda voz y aplauden
mientras los escuchan con admiración todos los habitantes del cielo.
La reunión continúa día y noche, día y noche,
porque una pandilla como ésta nunca había sido vista allí arriba.
Entonces, de pronto, oyen voces familiares que lloran
y observan en sus casas a sus padres, mujeres, hijos y hermanos,
y sus rostros se aquietan y ellos quedan confundidos...
Entonces, uno de ellos susurra: perdón, pero no teníamos más remedio,
triunfamos en la batalla y ahora estamos descansando.
Éstos son mis hermanos, son mis hermanos.
Y así están, de pie, con la luz iluminando sus rostros,
y solo Dios pasa entre ellos
y, con lágrimas en los ojos, besa sus heridas.
Y dice Dios, con voz temblorosa, a sus ángeles blancos:
estos son mis hijos, son mis hijos.