Azaria Alón
Dias de Tishrei
Beit Hashitá (14.11.98)
La época de Tishrei: ese es el nombre que se le ha dado, en los tiempos de la Mishná, a la estación del año llamada por nosotros hoy en día, otoño: los meses de Tishrei, Jeshván y Kislev. Así aparece, junto con sus tres hermanas: la época de Tevet, la época de Nisán y la época de Tamuz, en los márgenes del zodíaco en las sinagogas antiguas en Beit Alfa y en Jamat Tveria. Así pues, la época de tishrei es algo fijo y consabido, predecible y, de todos modos, llega todos los años de repente, nos toma desprevenidos, con el agregado de la frase fija: "Un año como este nunca habíamos tenido".
Pero esta vez no vengo a hablar de los objetos que se nos mojaron con la lluvia y del techo que no fue arreglado a tiempo, sino de otros fenómenos naturales a los que debiéramos habernos acostumbrado hace tiempo, y que, de todos modos, es como si nos sorprendieran de nuevo cada año.
Comencemos con lo que se ha denominado "la primavera en Elul". Nuestro verano es una estación de perseverancia en el crecimiento, en entornos que no son de agua. Es una perseverancia en el calor, así como tenemos, en enero y en febrero, una perseverancia de frío. Y cuando los días se acortan y baja el calor, pero todavía las lluvias no han caído, se despiertan varios de los árboles y arbustos, y florecen. De repente aparecen en la punta de las ramas unas hojitas frescas, como si hubiera llegado la primavera, sorprende, supuestamente, la conducta de las plantas y de los animales que habían desaparecido por completo en el verano. Se habían escondido en la espesura de la tierra, y reaparecieron de repente en su superficie. De casi todos ellos, preguntamos:
¿Qué te ha despertado, la lluvia o el calendario? Es fácil señalar a la lluvia como responsable, pero más de una vez el argumento no funciona bien. La más famosa es la Drimia, que se eleva y florece mucho antes de la primera gota de lluvia. Se ha explicado muchas veces que las flores de la Drimia, que emergen en Elul, son de hecho las flores del año previo: las hojas del invierno anterior, que han llenado el bulbo y han preparado la inflorescencia en su interior. La diferencia entre la Drimia y otras plantas de bulbo es que el florecimiento no es aledaño al crecimiento, sino que llega luego de un período de reposo en la tierra.
Así se puede entender el fenómeno de decenas de flores que surgen de la tierra con las lluvias del Ioré o incluso antes: la existencia de un reloj biológico dentro de un órgano inactivo, supuestamente, un reloj que despierta a la planta a su actividad invernal. En parte de los casos, dicho reloj es completamente autónomo, y no depende de ningún acontecimiento ocurrido en la superficie de la tierra: ni de la temperatura ni de las lluvias.
En otros casos, hace falta algún factor que apriete el gatillo: una baja significativa en la temperatura, o algunas gotas de humedad, rocío o lluvia. ¿Y de dónde sabemos que en esos casos existe semejante reloj? ¿Quizá no lo hay, y solo los fenómenos climáticos son el despertador? Veamos qué sucede en un lugar donde existen muchos bulbos y también riego en verano. Podemos regar cuanto nos plazca: los bulbos no despertarán hasta que el reloj interno les ordene hacerlo. Como máximo, la humedad provocará que las flores o las hojas en la zona regada se adelanten por algunos días su florecimiento a aquellos de las zonas secas. He asistido a un fenómeno interesante en mi jardín en la conducta de un animal: el caracol de jardín, una especie cercana al caracol de campo, que se radicó hace poco en Israel. Estos caracoles son activos en lugares húmedos en invierno, en particular en horas de la noche. En verano, el caracol cava en la tierra, cierra su abertura con una tapa dura, y espera al próximo invierno. El jardín es regado todo el verano, pero el caracol no se tienta a romper su tapa y emerger a la actividad. Pero una mañana, antes de que cayera una sola gota de agua, encontré en el sendero dos de estos caracoles que se confundieron pensando que el riego y el descenso de la temperatura eran señal del invierno. Varias horas después entendieron su error y volvieron a refugiarse en la tierra, hasta que llegara la verdadera lluvia.
Mucho más conocida es la conducta de las plantas denominadas "anunciadoras de lluvia", casi 30 especies de plantas tuberculosas y bulbosas cuyas flores surgen con las lluvias del Ioré o antes. Está claro que la poca cantidad de agua y el poco tiempo que pasa desde el Ioré hasta el florecimiento no habrían podido provocar tal floración, sino solo servir de disparador de la flor, que ya estaba lista dentro de la tierra. Así me encontré con el Crocus Otoñal, o quizás era el Crocus de Jerusalén, en la noche de Sucot, en la siega de la Alta Galilea, brillando con sus flores enormes y rosadas. Su hermana, la Crocus de Tuvia, ya había florecido, claro está, en el Neguev antes que ella, y otra hermana, la Crocus del Ioré, esperará al Ioré. Junto con el Crocus de otoño nos encontramos también con la Azucena de Mar, que ignora totalmente la lluvia, y florece solo en base al calendario. Así se comporta también la Sternbergia, una hermosa flor amarilla, cuyas zonas de distribución se nos van revelando recién ahora. No nos sorprendamos, pues, de encontrar Ciclámenes florecientes, a los que solo las noches de rocío despertaron, junto con Gypsophilas y con Prósperos Otoñales.