Moshé Shamir
Leyenda de Tisha Beav
Los que siembran con lágrimas, cosecharán con alegría
Un año después de la destrucción del Templo.
Llegó y ascendió el sol, los días se acumularon unos sobre otros, todo un año pasó y la tierra yace bajo su destrucción.
Las comunidades de Israel que han quedado sobre su tierra están destruidas y dispersas, sus ciudades en silencio, sus aldeas hambrientas de pan.
También en Kfar Tiba, en los Montes de Judea, quedan pocos hogares, restos de batalla, pudriéndose en su pobreza.
Se ha acabado el pan. El cielo, duro, retuvo sus lluvias todo el invierno, los hogares yacen en ruinas, los graneros destruidos. Un año ha pasado, y no hay señales de Redención. Un hombre vive en el extremo de la aldea, donde posee una cabaña pobre y vacía, y un terreno reseco donde crecen los cardos, con su esposa e hijos que piden pan.
Extenuada está su alma por la destrucción. Se levanta un día, toma a su primogénito, que es aun adolescente, toma su arado, que sobrevivió en casa bajo su camastro, y sale al campo. Se amarra al arado, entrega el mango a su hijo y comienza a andar despacio, con fatiga, forzando sus rodillas, estira sus brazos delante, camina y ara su tierra.
Pasan sus vecinos: "¡Necio!", le gritan. "Pobre", le espetan. "¡Miren al idiota!", se burlan. Él vuelve a arar y no responde, viene su esposa ante él, extiende sus brazos y llora.
"¿Qué sembrarás", pregunta, "si no tenemos siquiera un grano de trigo para revivir el alma?"
El hombre calla, y ara.
Pasan días y semanas. Los hombres del pueblo se han alejado de su aldea, deambulando en busca de pan. Algunos de ellos levantan sus puños maldiciendo al cielo cruel, otros lagrimean a escondidas.
Queda solo aquel hombre en su aldea abandonada, en Tiba, que aún sale cada día a su campo para labrar. Es duro el trabajo y agotador, pero despacio, paso a paso, crece el surco arado. Pasa el otoño, llegan los días de lluvia.
Nubes iracundas ascienden desde el sur y desde occidente, cubren el centro del cielo y descargan sus lluvias.
El hombre se levanta para ir al campo, vuelve a tomar su arado y a su hijo. "¿Por qué, por qué?", de nuevo extiende ante él sus brazos la madre de sus hijos, "¿para qué quieres sembrar el campo arado? ¡Tus hijos mueren ante tus ojos, se marchitan y agonizan!" Él responde sin dudar:
"Mi tierra habré de labrar, pues esta es mi vida. Solo el que siembra extraerá pan de la tierra. Esta es mi vida".
Sale al campo. La tierra está suave, húmeda, un buen aroma emana de ella. Abre el arado la tierra, profundos surcos se abren, uno junto al otro, y los labios del hombre murmuran todo el tiempo una plegaria:
"¡Ah, Eterno!", se fatiga y arrastra su arado, "Soberano del Universo"… vira y abre un nuevo surco, "dame la fuerza para labrar esta tierra que has puesto en mis manos." Y sus pies andan, sus hombros doblados, "dame la semilla para sembrar con ella, para que nos dé pan". Y sigue arando, tira y rotura.
De pronto se detiene su arado. El hombre tira y tira, pero el instrumento no se mueve. Se vuelve. Revisa con dedos temblorosos el filo del arado, y encuentra una enorme vasija de arcilla en la tierra, resto de la destrucción terrible. "¡Un tesoro!", celebra el hijo, "¡Oro!"
El padre calla. ¿Qué nos dará el oro cuando no hay lo que comer en toda la Tierra de Israel? La vasija es grande y pesada. La extraen de la tierra, le quitan el polvo, la abren y está llena de grano, semilla de buen trigo. "¡Pan!" clama de nuevo el hijo con enorme alegría, "¡pan!" Pero el padre eleva sus ojos silenciosos y no dice nada.
Enseguida llegan la madre y los hijos pequeños. Ya quiere la pobre mujer tomar el grano, molerlo, amasarlo, alimentar con pan fresco a sus hijos… Pero el hombre retira de la vasija las manos de ella, extiende la bolsa que llevaba, la llena con puñados llenos del oro trigueño y se dirige hacia los surcos.
"¡No!", grita la mujer con amargura y dolor infinitos, "¡no! No entierres este pan en la tierra. ¡Nuestro debe ser! ¡Pan! ¡Para nosotros!"
Se aferran a él también sus hijos, uno toma una manga, otro se retuerce, el tercero cae a sus pies. "¡Padre! ¡Padre!", lloran.
"¡Danos el trigo! ¡Para comer, para el pan, para la hogaza! ¡Padre! ¡Padre!"… ruegan. El hombre escucha, ve la humildad de sus hijos, revolcándose en el polvo a sus pies, ve los ojos de su esposa que claman por piedad, y por un momento se aflojaron sus manos, la semilla en ellas es pesada de pronto, y deja de andar.
En ese instante sale el sol sobre los surcos abiertos, y en el norte se agrupan nubes de bendición. El hombre eleva sus ojos y ve el campo ante sí. Besa a sus hijos uno tras otro, abraza a su temblorosa mujer, endurece su corazón y se dirige a los surcos.
Camina entre ellos, toma en su mano de la buena semilla, del trigo, del pan que ha negado a sus hijos y a su esposa, y lo vuelca al vientre de la tierra, vuelve a enterrar, vuelve a hundir, vuelve a sembrar.
Lágrimas enormes, como los buenos granos de trigo, se vuelcan de su cara y se mezclan con la semilla. De nuevo sus labios pronuncian una plegaria:
"Creo en ti, tierra mía…", dice, y extiende su semilla, "he aquí que deposito en tus manos mi vida y la vida de mis hijos después de mí, tierra mía…" Y arroja la semilla y la dispersa lejos, en un enorme círculo, "y no tengo nada excepto a ti…" y sus lágrimas se mezclan con la cimiente, en los surcos de la tierra, saciando los surcos abiertos, sin fin.
Acerca de él, acerca de aquel hombre, es que se pronuncian las palabras dichas: "Los que siembran con lágrimas…", pues por la fuerza de sus lágrimas, por fuerza del sufrimiento de su esposa e hijos, y por el sufrimiento de todo Israel, llega y se cumple también el final de aquel versículo, que dice: "¡cosecharán con alegría!"