Al primer herido

lo atendí con una perplejidad

desesperada.

Después vinieron otros.

Después vinieron otros.

Después vinieron otros, y otros, y otros...

Le apreté la carne

con mano temblorosa

y en mi boca serenidad.

Le vendé la muerte

y se la ahuyenté de la ropa.

Después no gritó más

y fue también valiente

y suspiró, dolido y melancólico.

Después gritó otra vez de dolor.

Después vinieron otros, otros,

y otros.