Dotan Brum
Estas velas que encendemos
Text read at the Chanukah party of the Jewish Defence League in the Second World War - the Brigade
Las Fiestas de Israel, como las festividades de todos los pueblos, son capas y más capas de mitos e interpretaciones. Cada generación les agrega nuevos mitos e interpreta los viejos, de acuerdo a los valores que lo guían en su tiempo. Cada generación elige, de la tradición de la fiesta, lo que desea, y puede ocurrir que una generación cree una nueva tradición desde cero.
De tanto en tanto nace una nueva conmemoración: un evento tan dramático en la vida de esa generación, que se convierte en un hito que hay que recordar cada año, en un relato a cuya luz se debe educar a las siguientes generaciones. Una característica de las festividades, y las judías no son la excepción, es que son como valles y hondonadas en el paisaje del año, a los que fluyen las fechas cercanas a ellas, las que se hallan más allá de la divisoria de aguas de la fecha o de su temática. Si miramos hacia el valle, hacia el centro de la festividad, el que se encuentra debajo de todas las capas generacionales, descubriremos que su origen, casi siempre, se halla en la relación del ser humano con la naturaleza. Las festividades judías, en su origen, son interpretaciones del mundo por el hombre hebreo antiguo, y el intento de una comunidad de influir en el mundo que la rodea.
Así ocurre también con la Fiesta de las Luminarias. Corren los últimos días del mes de Kislev. El frío sobrevuela el mundo y la oscuridad se cierne sobre el abismo. Los días se van acortando, y también la luna disminuye su tamaño. Parece que las tinieblas apagarán la luz muy pronto, que la noche se tragará la luz del día con sus negras fauces. El miedo atenaza al hebreo antiguo, que mira el cielo que oscurece, cada día más temprano. ¿Y si la luz desaparece por completo? ¿Qué pasa si ya no regresa? Las tinieblas amenazan las instituciones de cultura humanas (y no en vano Dios impuso la oscuridad a Egipto). El ser humano tenía dos alternativas: la primera, rendirse a la oscuridad. La segunda, encender la luz en el mundo. Los hebreos, como la mayoría de los pueblos del mundo, eligieron la segunda alternativa. Así, el hebreo antiguo enciende una vela en la noche 25 del mes de Kislev, y espera iluminar todo el Universo. A la siguiente noche, cuando descubre que la luz continúa disminuyendo, enciende dos velas, y así sucesivamente, va agregando más y más luz cada noche hasta que enciende ocho velas en la noche del 1° de Tevet. Esa noche, se produce la magia: es el momento fatal en el que el hombre ha encendido suficiente luz y hace girar las ruedas del mundo. La luna comienza a llenarse. Los días comienzan a alargarse. La luz ha vuelto.
Los días pasan y la costumbre se arraiga. Cada año, para la misma fecha, los hebreos (y con el tiempo, los judíos) encienden sus velas. Cuando nace una nueva festividad: la Fiesta de la Cosecha de los Olivos, esta se asimila en la Fiesta de las Luminarias (la cercanía de la fecha es suficiente, y la temática de la fiesta de la producción del aceite de oliva, que proporciona la base para la vasija de aceite, se asimila a la temática de la restitución de la luz). Una generación sigue a la otra, y cada una agrega sus interpretaciones y sus relatos: el milagro de la vasija de aceite y la salvación divina en el exilio, la Rebelión de los Macabeos y el renacimiento nacional en los tiempos del sionismo.
Las interpretaciones se transforman. Los relatos cambian. Cada generación tiene su Janucá. Pero de una u otra manera, la Casa de Israel enciende cada año ocho velas en la oscuridad, iluminando el mundo.