Después de Purim, mamá encurtía un barrilito de remolachas para borsch y tartas, y lo colocaba en uno de los cuartos. El vino de pasas ya estaba preparado desde hacía tiempo, e incluso la grasa de ganso frita descansaba en una olla de arcilla enorme desde Janucá en un lugar seguro, esperando el día de fiesta. Solo entonces comenzaba el episodio de ordenar la casa: encalar y pintar las paredes, lavar y planchar la ropa, y más de una vez ocurrió que sacaron todas las cosas de la casa y, de repente, empezó a llover o a nevar. Pero, y de eso me acuerdo bien, el espíritu de mi madre nunca decaía: todo proviene de Dios. ¿Qué se podía hacer? Bajo la lluvia, hacíamos lo mejor posible por pulir, lijar y lavar los muebles de la cocina y quitarles todo el jametz. Y no servían de nada nuestras súplicas, ella no entraba a la casa, la muy terca, seguía hasta que terminaba con todo. Como una especie de "labor sagrada".  

 

[Esther Janowicz, Jeftziva, 1969]